Ave porta lira.
Así describió Nicanor Parra a su hermana. Con un anagrama.
La folclorista que sobrevivía en la pobreza en Francia transmitiéndole a los europeos la riqueza tradicional del pueblo chileno, murió un día como hoy, 5 de febrero, de 1967.
Hoy es una figura central de la poesía y la canción de origen indígena en Chile, ícono oficial del que se deslindan con burlas punk y guitarrazos los jóvenes músicos callejeros del Barrio Bellavista, en Santiago.
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Con sus faldones, su mirada indígena y sus guitarras labradas con tosquedad, la Parra dio voz, junto con artistas como Víctor Jara, a ese otro Chile que desprecian en su discurso y sus políticas los herederos de una Europa colonialista, de tez blanca y una imaginada alcurnia: la clase alta chilena, que engloba al novelista José Donoso, al dictador Augusto Pinochet o al presidente electo Sebastián Piñera, empresario multimillonario aliado al conservadurismo evangélico que predomina en el país.
Pero al lado de esa cerrazón cultural también abundante, pervive en humildad la voz del campo, el sonido originario desplazado por las guerras expansionistas del siglo XIX, que aniquilaron a la cultura selk’nam, que aislaron a los mapuches del sur y que arrebataron el desierto del norte a Bolivia y Perú, naciones predominantemente indígenas.

Reconocida en homenajes y museos, en reiteraciones y aplausos organizados institucionalmente como el que vivió todo el país apenas el año pasado, con motivo de su centenario, que produjo conciertos en Valparaíso y en todas partes, el reconocimiento sordo de la Violeta parece querer olvidar que la compositora vivió en penurias, dolores, carencia y extravío, hasta conducirse al suicidio un 5 de febrero de hace 51 años.
Su hermano, el centenario Nicanor, murió hace unos días. En la Catedral de Santiago la música posible para abrazar al muerto era una sola: canciones como Run-run se fue pa’l norte, Qué he sacado con quererte, Me gustan los estudiantes, Maldigo del alto cielo, Volver a los 17, que cantaron Caetano Veloso y Chico Buarque, y, por supuesto, Gracias a la vida.
«Me dio dos luceros / que cuando los abro / perfecto distingo / el negro del blanco / y en el alto cielo / su fondo estrellado / y en las multitudes / al hombre que yo amo».

Ave porta lira. Y, con su canto, también acarrea la representación de un pueblo permanentemente en resistencia.
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