En el 129 de la calle Chihuahua de la colonia Roma, Jazmín Juárez y Álvaro Santillán trabajan todos los días para combatir la nostalgia.

Ahí, en ese espacio de color, este par de artesanos construyen juguetes de madera y cartón que han sido olvidados en el tiempo, los reviven para regresarle las sonrisas a quienes pensaron que jamás volverían a ver un chinchete, un “trépate mico”, un par de boxeadores de madera, un balero o una muñeca de cartón.

“La nostalgia no existe. A la gente le genera nostalgia lo que no tiene, pero aquí nosotros lo tenemos. Este es un lugar para jugar”, dice Álvaro, un artesano que ama los sombreros que se enamoró de los juguetes “dos días después de que se creó la humanidad”.

Jazmín, tiene bien contados los años: 10 de dar talleres sobre cultura popular, seis de apasionarse por el arte de la cartonería y especializarse en las muñecas de cartón que surgieron como contraoferta a las muñecas de sololoy, caras y exclusivas de las clases altas, para que perduren hasta nuestros días.

Taller Tlamaxcalli juguetes artesanales en la CDMX
Álvaro Santillán y Jazmín Juárez fundadores del Taller Tlamaxcalli. Foto: Alejandra Crail

Ambos fundaron el Taller Tlamaxcalli, la “casa de los mil colores” en náhuatl, uno de los cuatro talleres de juguetes artesanales que sobreviven en la Ciudad de México, que trabajan contra la tecnología y la modernidad y que apuestan por encontrar clientes que quieran curarse de nostalgia.

Aunque el taller está registrado ante el Consejo de Pueblos y Barrios Originarios, no está en la lista de las empresas que en México se dedican a fabricar juguetes y que, de acuerdo con el Directorio Estadístico Nacional de Unidades Económicas (DENUE) son 982.

Su trabajo, explica Álvaro, es diferente al de estas compañías que trabajan por mayoreo y con ayuda de máquinas, porque el trabajo del Taller Tlamaxcalli es manual y cada pieza que se fabrica entre sus paredes es única y “tiene un pedazo de alma de quien lo creó”.

Aún así, su trabajo pelea todos los días por hacerse un espacio entre los gustos de la gente —no sólo de los niños porque “los juguetes no son sólo para niños”— que cada vez se siente más atraída por los juguetes tecnológicos.

Taller Tlamaxcalli juguetes artesanales en la CDMX
Jazmín sostiene una muñeca de cartón que simula una muñeca de sololoy. Foto: Alejandra Crail

Los datos más recientes de la Asociación Mexicana de la Industria del Juguete (AMIJU) señalan que 2017 cerró con un aumento en las ventas de la industria juguetera nacional, que se ampliaron las exportaciones a Estados Unidos, Canadá, Europa y Centroamérica, un nuevo hito para la industria nacional.

Sin embargo, la mayor parte de la demanda es para artículos tecnológicos como robots, celulares, tablets, drones y videojuegos.

Salvo la pelota, uno de los juguetes más antiguos, otro tipo de instrumentos de diversión como los que fabrican Álvaro y Jazmín no terminan por ganar terreno.

Los artesanos lo saben y por eso su labor se vuelve más imprescindible.

Durante la última década han trabajado en crear juguetes a partir de archivos históricos que surgieron de cantinas y cárceles, pues ahí se encontraron los juguetes con los que los hijos de las amantes del pulque o de las mujeres que cumplían penas en una prisión se divertían.

Viajaron por los pueblos y barrios originarios de diversos estados, hablaron con abuelos y abuelas sobre cómo jugaban de pequeños y así, a través de la tradición oral fueron reconstruyendo las historias del juego mexicano.

Esos registros están materializados en el taller de la colonia Roma y, después de que sus creadores se divierten con ellos, los ponen a la venta al público.

Taller Tlamaxcalli juguetes artesanales en la CDMX
Álvaro juega con un chango bomba, que toca el tambor cuando uno aprieta la bomba de aire que está conectada a él. Foto: Alejandra Crail

“El trabajo de nosotros los artesanos es transmitir cultura, rescatar los valores, las tradiciones y costumbres a través de los objetos que creamos.

Hacer que perdure la memoria de la cultura popular”, explica Jazmín, la joven de 34 años que no aprendió de cartonería por una tradición familiar sino por la pasión que le despertó ver la planicie de un papel periódico transformarse en alebrijes, en muñecas, en máscaras de diablo, en títeres.

Los juguetes, coinciden los principales habitantes del “archivo general de sueños y utopías”, nos ayudan a comprender que nuestras manos sirven para mucho más que navegar en Internet, a retomar el diálogo con otros, a sentir, a reír.

Por eso la orden es clara: “¡Apaguen la tablet y pónganse a jugar!”.

Ahí, en ese espacio de herramientas clásicas, de máscaras y alebrijes, este par de artesanos resguardan la memoria de quienes se divirtieron en el pasado y trabajan en crear juguetes de uso rudo, estéticos pero económicos para quienes todavía tienen hambre de juego.

Ese rincón, dicen los creadores, sobrevive porque es un espacio para jugar, recordar y volverse a emocionar con uno de esos objetos que alguien creyó que jamás volvería a encontrar. ¿Por qué sobreviven? «Porque el ser humano está hecho para jugar».

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