“¡Mamá! ¡Mamaaá!”, grita una pequeña de uniforme escolar blanco que carga una mochila rosa en la espalda. Corre a los brazos de su madre quien, vestida de azul de pies a cabeza, la toma de la mano y juntas se sientan a la espera del espectáculo que está por iniciar.
Al frente, en el auditorio, la Orquesta Sinfónica Nacional ofrece un concierto por el día de las madres.
Con las melodías comienza un desfile de carriolas, de mujeres vestidas de azul o café caqui con bebés en brazos, de niños que juegan en armonía con la música.

A unos pasos un pequeño danza sobre una mesa al ritmo de Vivaldi, está por cumplir los tres años y no sabe lo que hay fuera de los altos muros de concreto con alambres de púas que rodean lo que él conoce como hogar.
Es la primera vez que escucha música clásica en vivo.
La escena asemeja un festival escolar; pero no están en un colegio, están en el patio del Centro Femenil de Reinserción Social Santa Martha Acatitla, una de las cárceles en México donde hay niños viviendo dentro de sus muros.
De acuerdo con el Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria 2017, que realiza la CNDH, hay 444 niños repartidos en 60 centros de reclusión del país, hijos de 417 mujeres que cumplen una condena o que están a la espera de su sentencia.
Santa Martha Acatitla es la prisión con más casos: en sus 7.7 hectáreas habitan 70 menores de edad, hijos de 66 reclusas.
La mayoría de ellos ha nacido tras las rejas.
Crecer tras las rejas
En la estadística está Geraldine, una pequeña de seis meses que nació en Santa Martha. Su madre, joven, ojos claros y pestañas largas, la besa y la baila mientras la Sinfónica toca Mozart.
“No me gustaría que creciera aquí, pero al menos aquí nos tenemos la una a la otra”, explica la mujer que prefiere omitir su nombre y que cumple una condena por secuestro.

A Geraldine sólo le quedan dos años y medio a lado de su madre, pues el artículo 36 de la Ley Nacional de Ejecución Penal señala que los hijos de las reclusas sólo podrán permanecer al interior de la prisión hasta los tres años de edad.
Sin embargo, si al cumplirlos Geraldine no tuviera un familiar fuera que se hiciera cargo de ella, su mamá podría solicitarle a un juez una ampliación para que Geraldine viva a su lado más años.
Mientras tanto, el Estado tiene que velar por el interés superior de la niñez y satisfacer todas sus necesidades de alimentación, salud, educación y sano esparcimiento para su desarrollo integral.
Desafortunadamente, en las cárceles mexicanas, esto no necesariamente se cumple.
Saskia Niño de Rivera, fundadora de la organización civil Reinserta, explica que la crisis del sistema penitenciario mexicano impide que la mayoría de los niños que viven tras las rejas con sus madres puedan gozar plenamente de sus derechos.
Los datos la respaldan.
Sólo hay 16 centros femeniles de reinserción social con 129 niños, el resto –315 menores– viven en prisiones mixtas, donde regularmente hay autogobierno y sobrepoblación.
En suma, sólo Santa Martha Acatitla tiene una escuela certificada por la SEP para los menores y la mayoría de las cárceles no trabaja con perspectiva de género, por lo que no hay garantía de que se cubran las necesidades de maternidad y de la infancia.
“Hijos en penales mixtos es un riesgo que el Estado ha perpetuado. El Estado debería presionar a las madres a elegir si los menores salen de la prisión o ellas se mudan de penal con ellos, privilegiando el interés superior de los niños. El problema es que en el 65% de los casos la pareja de estas madres vive en el mismo penal”, explica Niño de Rivera.
Topo Chico: el reflejo del riesgo
Ante esta realidad hay menores que se enfrentan a grandes peligros, como lo que ocurrió en 2016, el año donde el sistema penitenciario presentó mayor número de infantes en sus cárceles.
Había 618 niños y niñas repartidos en las prisiones mexicanas.
Ese año, el Penal de “Topo Chico” en Monterrey, Nuevo León, era uno de los que más menores tenía tras las rejas.
En la noche del miércoles 10 de febrero en esta prisión hubo motín en el que 49 presos fueron asesinados y 12 resultaron heridos, cinco de ellos de gravedad.
El entonces gobernador del estado, Jaime Rodríguez Calderón, hoy candidato independiente a la presidencia de la República, informó de la disputa ocho horas después y, aún con las investigaciones, no habló sobre la situación de los niños que estaban en el penal al momento de la masacre.
Casos como Topo Chico, afirma Saskia, son un claro ejemplo de los peligros que estos niños enfrentan. La seguridad no está garantizada para siete de cada 10 niños que viven con sus madres en prisiones, pues habitan en cárceles mixtas.
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Pero Topo Chico no es el único penal con riesgos latentes, pese a que es el centro mixto con más menores de edad tras las rejas.

El Estado de México tiene el mismo número de infantes (32) repartidos en seis penales y es el Centro de Santiaguito en Almoloya de Juárez el que más población tiene, son 15 menores.
En Guerrero, uno de los estados más violentos de México, acumula 30 menores en sus cuatro penales, la mayoría en los centros de Chilpancingo y Acapulco.
Pese a que la Comisión Nacional de Derechos Humanos asegura que los penales mixtos no garantizan una estancia digna y segura para las mujeres con sus hijos e hijas, la realidad para ellos no cambia.
Fabiola Mondragón, investigadora del área de justicia del CIDAC, escribió en Animal Político que hay altos costos en la vida de los menores que viven dentro de este ambiente, pero que todavía no hay un consenso sobre si es mejor que crezcan dentro del sistema o lejos de sus madres.
El dilema, argumenta, es si tiene que estar contrapuesto el derecho a la familia con el ejercicio de la justicia.
Y, aunque hay ejemplos internacionales que han tratado de encontrar el equilibrio, la recomendación del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) es que el ingreso a la prisión sea sólo cuando el delito cometido sea grave y los padres sean un peligro real para la sociedad.
Mientras el dilema se resuelve las cárceles continúan con menores de edad tras las rejas, que al menos durante sus primeros años de vida no conocerán otra realidad más que muros de concreto cubiertos de alambres de púas, pases de lista y adultos vestidos de azul o café caqui que cumplen condenas por haber cometido un delito.