“Estoy envejeciendo y no te encuentro”, escribió Silvia Ortiz, madre de Stephanie Sánchez Viesca el 11 de septiembre de 2017, el día que su hija cumpliría 29 años. Tiene más de una década que la busca.
Fanny fue secuestrada por tres hombres en Torreón, Coahuila, cuando tenía 16, un 5 de noviembre de 2004.
Así fue como, tras horas de esperar sin éxito que la joven cruzara la puerta, Silvia terminó por unirse a las otras víctimas, las que viven detrás de las cifras oficiales: madres de desaparecidos y víctimas de homicidio que buscan justicia en México. Silvia entonces no pensaba que quería justicia, “encuéntrala”.
Traspasó su casa, vendió todos sus objetos de valor, vendió comida, todo para conseguir recursos y mantener la búsqueda que no sabía que, al menos, duraría 13 años.
Su rutina cambió. Podía estar un mes con la misma ropa, esperando respuestas de la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SEIDO).
Comía una vez al día, no tomaba agua para no ir al baño. Su esposo retomó su empleo, en venta de carros, para sostener a la familia y la búsqueda que Silvia lideraba.

Las consecuencias, cuenta, todavía no las mide. Tuvo dos ingresos al hospital “resultado del cansancio y del coraje”. Desarrolló sinusitis por la tierra que respira todos los días cuando con otras madres va a mover la tierra de Coahuila, en búsqueda de restos humanos.
Silvia no es la única. Según la investigadora Ximena Antillón, del programa de Derechos Humanos e impunidad de Fundar, las consecuencias económicas, sociales, emocionales y de salud en las madres que buscan justicia en México aún no se analizan a profundidad, pero son la huella tangible de la impunidad del país.
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Ximena recuerda el caso de Minerva Bello, madre de Everardo, uno de los 43 normalistas de Ayotzinapa, Guerrero, que murió en febrero pasado sin poder encontrar a su hijo. Su caso y el del resto de los padres de los normalistas reflejan que la impunidad tiene altos costos.
En ellos han encontrado aumento de diabetes e hipertensión, surgen enfermedades nuevas por el cambio de vida y de alimentación. “Le llaman la muerte silenciosa, dicen que mueren por dentro, sin embargo, tienen que continuar su búsqueda”.
Los roles que se perciben dentro de los grupos de búsqueda coinciden, regularmente son las madres son las que hacen la búsqueda, las que invierten tiempo en las instancias de justicia, las que hacen el trabajo de campo; los padres son quienes se quedan a trabajar para buscar el sustento familiar y de la búsqueda.
De eso sabe Irma Gallardo, abuelita de Tiara Reséndiz de 3 años, asesinada el 29 de diciembre de 2014, con cuatro disparos a quema ropa en el Estado de México. Ella, quien se hacía cargo de la niña desde su nacimiento, dedicó los últimos años a pedir justicia por el asesinato de su nieta.

Dejó su empleo y su esposo cuidó el negocio de banquetes que tenían. Cruzaba el Estado de México y viajaba en transporte público a la Ciudad de México sola, cuidando cada uno de los pesos que traía en la bolsa, sin comer, sin tomar agua para “no tener gastos extra”.
No sabe si tiene problemas de salud y aunque cumplió recientemente la promesa de que pelearía hasta el fin porque se sentenciara al autor material, todavía no llena el vacío.
“Nada me va a regresar a mi niña”, lamenta.
Maricela Orozco, madre de Gerson y Alan Quevedo, también da pelea. Su hijo mayor, Gerson, fue secuestrado en Veracruz en 2014 y su hijo Alan de 15 años, junto con su yerno, Miguel, fueron asesinados por un grupo armado mientras lo buscaban.
“Yo me di cuenta muy tarde que sin colectivos y sin ayuda las autoridades no te abren las puertas, me acerqué a otras madres para saber qué hacer y ahora ayudo a otras madres para que su camino no sea tan largo”, explica.
Maricela y Silvia conformaron sus propios equipos de búsqueda con ese fin, ayudar a que las otras madres que buscan justicia en México conozcan el camino, sepan qué puerta tocar.
Maricela dejó Veracruz, vivía en la SEIDO, vendía fruta picada para sobrevivir hasta que en 2017 el mecanismo de protección a víctimas les dio apoyo económico para vivienda y alimentación. Tres años después de solicitar la atención.

“Ahí en la SEIDO te das cuenta de quiénes somos las que buscamos a nuestros desaparecidos, las que buscan justicia: somos madres, la mayoría, sino son los hermanos. La razón es que te quitan la vida y no tienes más que hacer que ir a buscarla, hasta el fin del mundo si es necesario”, dice Silvia.
Ximena Antillón explica que las madres viven con el eterno sentimiento de fracaso, de fallar por no encontrarlos, de culpabilidad por no haberlos protegido. “Por eso buscan incansablemente”, recalca.
Esa es la razón por la que tener mecanismos útiles para combatir la violencia y la impunidad urgen en México, añade.
“No son las madres las que tienen que ir a buscar a las fosas a sus hijos, son las autoridades las que tienen que hacer las investigaciones, con recursos, con preparación. El Estado debe de dejar de tratar a las víctimas como criminales”, afirma.
La demanda, coinciden las madres, está en tener resultados, en agilizar las investigaciones, en tener personal capacitado, interesado; en combatir las causas estructurales que nos han llevado a acumular 34 mil personas desaparecidas y miles de muertos.
Pero saben también que la realidad está muy lejos de transformarse. Por eso en vez de esperar, buscan, aunque en eso se les vaya la vida.