Roberto Rossellini, el profesor, fue una de las piedras de toque en la carrera de otro cineasta italiano fundamental.
Federico Fellini comenzó sus andanzas como asistente de dirección del creador de Roma, ciudad abierta (1945), una obra inscrita en el estilo del neorrealismo: un discurso político y social que buscaba construir el eco artístico de las brutalidades y degradaciones de la Segunda Guerra Mundial.

La aventura bélica de Benito Mussolini golpeó especialmente al pueblo italiano, cuyo ejército sufrió variedad de derrotas en África y otros flancos.
Ciudades bombardeadas, escasez, falta de electricidad y agua, calles derruidas, una miseria moral generalizada dieron oportunidad a los cineastas de trazar el hábito de la crudeza: prostitución, vileza, abyección, necesidades: violencias ilocalizadas pero igualmente hirientes. Vida misma en fondo gris. Y, de algún modo, amor.
La estrategia era filmar a ras de piso, con actores no profesionales, apenas ayer obreros y ladrones de bicicletas, con luz natural y los menos rudimentos estilísticos.
En esa cuna, en ese pozo profundo nació un amigo de taxistas, Federico Fellini. Trabajador de estudio rumbo a otros linderos.

Un circo triste, un rinoceronte en una balsa, una mansión zodiacal
En 1993, el año de su muerte, Sophia Loren y Marcello Mastroianni anunciaron desde la tarima un Oscar honorario para el director italiano.
Un Hollywood amable se congraciaba con algo así como la versión mediterránea de un Billy Walder sin doblaje al inglés; un creador más bien latino, medio hispano.
«Realmente no me lo esperaba. O quizás sí», dijo Fellini al recibir la estatuilla.

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El antes asistente neorrealista se hirvió la frente entre cantantes de ópera adormeciendo a una gallina con su timbre de voz; con una boda imaginaria entre un adolescente y su amada, presidida por una efigie floral del dictador Benito Mussolini; con grúas de cámara a bordo de un vehículo de filmación recorriendo el tráfico de Roma, reverenciales, ridículas, filmográficas, estancadas.
Además, compuso un falso documental de clowns de Italia y su registro de carpa, jitomatazos y albures: hambre decorada con humor y marginalidad de nariz roja, zapato grotesco y piso de aserrín.
Hizo las boas y gorros carmesí de la Gradisca; los besos homosexuales de Petronio y las comilonas del imperio que fundó la cultura occidental; el acto inmortal de Mastroianni y Anita Ekbarg en La Fontana di Trevi; las pesadillas de una mujer abandonada entre los espíritus; la asfixia de un director que busca reencontrar el sombrero de su arte; el delirio polifónico y las molestias laborales de una orquesta anarquista; las conquistas venecianas de un cortesano monigote enmascarado, y tantas cosas.

Narices toscas, ojos descoordinados, dientes podridos, vejetes locos que se suben a un árbol para gritar desde la copa: «¡Yo quiero una mujer!», rumores ensoñados con sonido grabado afuera de la imagen, caballos de tramoya y felpa, autorreferencialidad permanente —la invitación para que nunca se olvide que el mundo es un montaje—, pasillos cubiertos de senos de goma.
Al lamento grisáceo del neorrealismo le correspondieron, así, la renuncia, la embriaguez, el grosor, los epazotes de la exacerbación.

Se hundió la embarcación. El imperio alemán desplegó su prepotencia sobre una Europa disímil, refugiada, migrante, turca.
El aspirado concilio de las naciones quedó roto por la dureza del quepís del káiser.
La física de nuevo, como hace siglos, se impuso sobre la metafísica.
Pero la nave va.
Y el narrador del cuento rema rumbo a su salvación con un rinoceronte a bordo.
