Es 15 de marzo de 2014 y Gerson Quevedo, estudiante de arquitectura de 19 años, es secuestrado en Medellín, Veracruz. Su familia acude a la policía, pero ésta dice que seguro es un secuestro exprés y que el joven regresará pronto; no actúa como lo marca la ley.
Michelle, su hermana, tiene que negociar con los secuestradores. Acuerdan un lugar de intercambio, 50 mil pesos por la vida de Gerson. Se paga el rescate, pero Gerson no vuelve.
Después, un supuesto amigo suyo se acerca a la familia, les dice que sabe dónde podrían tenerlo. Por ello, Miguel Caldelas de 25 años y novio de Michelle, sale junto con Alan, el hermano menor de los Quevedo —tiene sólo 15 años—, en su búsqueda. Un grupo armado los acribilla en el camino.
Pasan nueve meses y aparece Gerson; en realidad aparecen sus restos. Estaba junto a otros tantos huesos sin identificar en una fosa clandestina en Colinas de Santa Fe, Veracruz.

Michelle recuerda los detalles entre lágrimas, ese año perdió a dos hermanos y un novio a manos de un cártel de las drogas, por eso ahora forma parte del Movimiento por Nuestros Desaparecidos en México. Michelle hoy lucha contra la impunidad que llegó cuando se justificó el uso de la fuerza pública para el combate al narcotráfico.
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Su caso representa el de miles de mexicanos que se han convertido en las víctimas de la política punitiva en materia de drogas del país. Los datos son claros en las consecuencias.
250 mil personas fallecidas, más de 33 mil personas desaparecidas, 300 mil personas que han tenido que abandonar sus hogares. Aumento de la violencia: todos los días asesinan a 23.7 personas por cada 100 mil habitantes; se cometen el triple de los homicidios que hace 11 años. Los hombres viven menos, su esperanza de vida se redujo. Las prisiones están desbordadas, aumentó el número de presos por delitos contra la salud, principalmente por mariguana.

Pese a la guerra contra las drogas que inició el ex presidente Felipe Calderón en 2006, la producción, la venta, el tráfico y el consumo de sustancias ilícitas continúa en el país.
La explicación, dice Laura Carlsen, directora de The Americas Program en México, es que “esto no es una guerra contra las drogas, es una guerra contra nosotros, el pueblo”.
Nadie se salva
En 1940 el presidente Lázaro Cárdenas había aprobado un decreto que permitía la distribución de heroína y morfina a aquellos que lo necesitaba, así como tratamiento de rehabilitación de drogas en dispensarios médicos dirigidos por el Estado. Según información del Museo de Política de Drogas, México había legalizado parte del consumo y se veía el problema desde una perspectiva de salud pública; sin embargo, a los pocos meses, Estados Unidos presionó para que se revirtiera porque no apoyaba la modificación de las leyes mexicanas sobre las drogas.
Fue así que la presión estadounidense se incrementó en México y se fortaleció la política que castiga el consumo, la producción y la distribución de sustancias. Sin embargo, acota Carlsen, fue Calderón en búsqueda de la legitimación de su gobierno quien llevó al límite la estrategia punitiva, tratando de consolidarse como el hombre que combatió al crimen organizado.
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Por eso, afirma, históricamente la guerra contra las drogas ha tratado de fortalecer la imagen y el poder del gobierno central contra el pueblo, no de combatir al narcotráfico.
“Esta guerra sirve como mecanismo de control social. El poder político está en el centro de la guerra, no tiene la intención de parar el flujo de sustancias y hay intereses económicos muy específicos que la mueven, como la industria de las armas”.
Es por ello que la factura, coinciden especialistas, la pagan todos los días los ciudadanos.
Nadie se salva.
¿Cómo se sienten las consecuencias de la estrategia de combate a las drogas?
Un joven, ocho policías, dos patrullas. Los policías rodean al joven, lo acusan de estar fumando mariguana, él iba montado en una bicicleta en la colonia Juárez, en la CDMX. Le dicen que cometió un delito, que se baje de la bici, que se suba a la patrulla. Lo niega, lo taclean; iba fumando un cigarro.
“¿Qué hizo el joven por qué lo tratan así?”, cuestiona una vecina desde la ventana. Los policías se mantienen callados. Se acercan más curiosos, el joven, Carlos, no está poniendo resistencia y él explica en voz alta: “dicen que venía fumando mariguana y por eso me quieren llevar”.
“¿Ocho policías, dos patrullas para una falta cívica? ¿No les parece un uso excesivo de la fuerza?”, cuestiona otra vecina que se acerca al tumulto de la calle Nápoles esquina con Marsella. “Mejor ni se metan”, arremete el policía del cuadrante.

Carlos se sube a la patrulla. Antes, al teléfono con su familia, dice que lo llevarán al juez cívico de Santa María la Ribera, pero los policías, por el radio, aseguran que lo van a llevar a la central de la SSP en Hamburgo. Los vecinos graban por si se necesitan pruebas, en este país que mantiene una guerra contra las drogas desde hace más de una década, Carlos está en riesgo.
“Lo van a ir a tirar por ahí”, teme uno de los vecinos. Las dos patrullas y los ocho policías se alejan con Carlos abordo.
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Mil 800 kilómetros al norte, en la frontera con Estados Unidos, las consecuencias también se sienten. De eso sabe Miguel A. Aragón, un artista visual originario de Ciudad Juárez, Chihuahua. Juárez, no es el Juárez donde creció. Salir a las calles dejó de ser seguro y la violencia se volvió tan presente que cambió, incluso, el paisaje urbano.
“Implementamos nuestras propias cárceles, nuestros barandales de seguridad. Después de la militarización, aprendimos que mañana podemos ser cualquiera o uno de nuestros seres queridos”.

Con fotos de su colonia, muestra cómo el clima de inseguridad a partir de la guerra contra el narcotráfico ha cambiado la vida de la gente en México.
Así fue como las casas dejaron de tener ventanas. Los hogares antes con jardines abiertos, se rodearon de bardas; encima de los muros, alambres de púas y rejas electrificadas. Las calles se quedaron vacías y al salir, uno tenía que rodear varios cadáveres que estaban, literalmente, a la vuelta de la esquina. Luego las colonias se encerraron y se volvieron búnkers, contrataron seguridad privada en cada cuadrante y nadie que no viviera dentro era bienvenido. “Todo esto es ilegal, pero cuando la misma autoridad es quien agrede, o nos protegíamos nosotros o nadie más lo iba a hacer”.
Lo peor, dice el artista, es que «cuando llegó la autoridad a controlar los inicios de la violencia nos sentimos aliviados, pensamos que todo se iba a terminar, pero casi al instante nos dimos cuenta de que era peor, que no podíamos confiar en ellos tampoco».
Olga Guzmán, de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de Derechos Humanos, explica que estamos pagando los altos costos de tener una política de seguridad de corte militar, que tienen como justificación el combate a los cárteles de las drogas.
Sin embargo, recalca, la estrategia ha fracasado y desde hace una década presentamos graves violaciones a derechos humanos y altos índices de impunidad, como en el caso de Gerson.
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Entre 2006 y 2017, dice la activista, la Procuraduría General de la República ha abierto más de 4 mil carpetas de investigación por acusaciones de tortura; mientras que las Fiscalías estatales acumulan más de seis mil. “De estas miles de denuncias, menos de 10 han tenido un castigo”.
La misma estrategia impide conocer cuántas ejecuciones extrajudiciales hay en el país, tan sólo la Comisión Nacional de Derechos Humanos ha emitido 75 recomendaciones sobre privaciones de la vida cometidas por las fuerzas armadas, siendo la Secretaría de la Defensa Nacional la que más quejas tiene en su contra. Sobre las casi 34 mil personas desaparecida la misma política punitiva frustra las posibilidades de conocer su paradero.
“La corrupción mata, la impunidad fomenta la comisión de delitos”, refuerza.
La investigadora Rebeca Col dice que es momento de reconocer que tenemos una estrategia fallida y contraproducente y que la represión que criminaliza el tema de las drogas provoca un abuso del derecho penal para atender la materia. «Cuanto más punitivo es nuestro sistema penal más se llenan nuestras cárceles».
Para ello recomienda dejar de normalizar la violencia y sobre todo regular el uso de las drogas sin simulación, seguir ejemplos internacionales que han atendido el tema desde al ámbito de la salud no del castigo. Porque hasta el momento el país ha roto todos los récords en cifras de índice de violencia y si no lo detenemos esta sociedad nunca se va a recuperar.
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