La guerra de Yugoslavia fue un conflicto de odio étnico contra una patria compleja, mestiza e integrada en un difícil equilibrio de sus contradicciones.
Los mandatarios y ejércitos de Serbia, posteriormente apoyados por Croacia, decidieron colapsar la unidad nacional multicultural que fue sostenida en esa región de Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
Ante la estéril reprobación internacional y la pasiva presencia de los cascos azules de la ONU en la región, las fuerzas armadas invasoras emprendieron una guerra de atomización contra los musulmanes y los pobladores de Bosnia, encapsulados y exterminados por años, principalmente en dos ciudades: Srebrenica y Sarajevo.

«Los musulmanes no tenemos protección: ni de la policía ni en la Cruz Roja ni en el hospital», reportó en 1992 para El País el español Alfonso Armada, entonces corresponsal y hoy titular de la asociación Reporteros sin Fronteras para España.
Este 2015 la editorial Malpaso publicó el libro Sarajevo: Diarios de la guerra de Bosnia, un conglomerado que cruza las notas de prensa que publicó Armada esos años en el diario madrileño y los apuntes de su diario personal, ilustrados con las fotografías de Gervasio Sánchez, que recogen un Sarajevo donde donde la vida cotidiana ha sido insoslayablemente perturbada, pero continúa.
Los peatones cruzan las calles guarecidos bajo una trinchera de automóviles desvencijados, para evitar morir por una bala perdida; celebran su cumpleaños en la zona cero o ensayan obras de teatro entre la catástrofe, para responder a la barbarie con la elocuencia del sueño de la unidad, del humanismo reflexivo, estético, integrador y crítico.
Podría interesarte: «Los periodistas no deben jugarse la vida por una nota»
En un mundo donde proliferan los discursos de discriminación racial, de desprecio a la presencia de los diferentes en los focos de supremacía blanca de Occidente; en un momento histórico donde alarma la avanzada conservadora en Estados Unidos, Alemania, Suecia, Francia, Holanda, Chile y otros puntos, la guerra de Bosnia revela la profundidad de la vigencia de sus conflictos y agresividades insertas en el alma cotidiana.
En entrevista con República 32, el autor de Sarajevo comparte su visión sobre el panorama contemporáneo, la tarea del periodismo ante la brutalidad y el abuso, y la confianza en la poesía.
«Hay dos imperativos morales que son al mismo tiempo dos imperativos estéticos que creo que todo reportero (sea de guerra o de paz, es decir, todo reportero) debe tener en cuenta: ponerse en el lugar del otro y prestar atención», comparte en consideración sobre el oficio.
«Si no prestamos atención, estamos contribuyendo al ruido que enturbia el conocimiento del mundo, que participa en el ejercicio de alienación al que parecen adscritos no pocos medios de comunicación que se han convertido en medios del entretemiento de masas, en agentes activos de la sociedad del espectáculo. Los que repiten como loros que la historia está escrita».
Hace meses vimos al mando croata Slobodan Praljak suicidarse en medio de un juicio que se seguía en su contra en la Corte de La Haya, por presuntamente no hacer nada para evitar el exterminio musulmán operado por sus tropas.
¿La guerra de Bosnia es una herida aún viva en el corazón de Europa?
Sin duda. Permitimos que, ante nuestros propios ojos y oídos, y con una constante cobertura de prensa, se repitieran en Europa escenas de guerra y limpieza étnica que nos habíamos comprometido a no volver a tolerar.

Esa herida está abierta, sigue sangrando. Furto de la fuerza se han trazado nuevas fronteras.
Si desaparecieran las fuerzas y la vigilancia internacional me temo que el conflicto que sigue latente y en el aire volvería a reactivarse.
Marcado por la limpieza étnica, el conflicto que dividió a Yugoslavia tiene un eco hoy en los discursos de desprecio racial que resuenan ascendentes en Alemania, Francia, Estados Unidos.
¿Estamos ante la posibilidad de un conflicto de odio como el de Srebrenica y Sarajevo? ¿Desapareció alguna vez ese riesgo?
No soy politólogo ni adivino, pero a juzgar por lo que he visto sobre el terreno 20 años después del inicio de la guerra, y por lo que he leído, y lo que me cuentan los que han regresado y los que observan el estado de las cosas, en los países que ahora configuran el territorio de la antigua Yugoslavia ese peligro no ha desaparecido.
Me cuesta imaginar que pueda ocurrir algo semejante en algún país de la Unión Europea, pero es cierto que la actitud ante la inmigración ha atizado discursos racistas y que esos discursos ganan votos en algunos sectores sociales; y con más fuerza cada día en países como Polonia o Hungría, pero no sólo.
El miedo al otro sigue siendo un factor político en alza en Europa.
En Sarajevo entretejes la voz periodística, que supone rigor, con el apunte personal. El lector deambula entre la intimidad solitaria de quien escribe un diario en situación de guerra y el hallazgo de historias y estadísticas susceptibles de publicación en un periódico de resonancia internacional.
¿Qué importancia tiene la dimensión emocional en un discurso verificable como el periodismo?
Hay muchas formas de escribir sin alterar la verdad de los hechos, sin modificar un ápice la realidad, o lo que tú has visto de la realidad.

El pacto sagrado con el lector de que no vas a inventar nada es infranqueable, innegociable. Dicho eso, se puede ser absolutamente riguroso e incluir la emoción en el relato de los hechos.
En ese sentido, me gustaría recordar un ejemplo que para mí sigue siendo uno de los más admirables: en Hiroshima, John Hersey demostró cómo narrar el horror sin tomar partido, sin cargar las tintas, reduciendo al máximo la celda de los adjetivos; es la forma más eficaz y emocionante de contar una historia: dejando que las víctimas, los hechos, hablaran por sí mismo.
¿Cómo se consigue un mayor impacto en los ojos del lector? Ayudándole a ponerse en el lugar del otro.
Desde luego no cayendo en el patetismo, ni forzando la suerte. Hay una distancia que el reportero debe trazar, pero que no siempre es fácil de determinar.
Si no te acercas lo suficiente, como saben bien los fotógrafos, no conseguirás la foto, no sabrás palpar bien lo que pasa.
Pero si te involucras demasiado, perderás la condición de representante del lector sobre el terreno, te convertirás en activista, y empezarás a omitir o a acentuar en función de intereses políticos (o sociales, o humanitarios, o religiosos) al margen de la verdad. De la denodada búsqueda de la verdad, que ha de ser tu motor.
Dicho todo lo anterior, tienes a tu disposición una panoplia inmensa de recursos retóricos para contar las cosas de forma impecable y emocionante.
Podría interesarte: CIDH pide investigar el asesinato del periodista Carlos Domínguez

Y puedes trabajar sobre el ritmo y los enfoques como haría un montador de cine, sin que eso repercuta en la veracidad de lo que cuentas, al contrario.
Cuando escribo quiero que ese texto no deje jamás indiferente al lector. Trabajar por la belleza no significa indiferencia hacia el sufrimiento ajeno, sino todo lo contrario.
Y aquí me gustaría recordar las palabras de Albert Camus: “Contar mal las cosas es incrementar las desgracias del mundo”.
Con los asesinatos constantes a periodistas, México se convirtió en 2017 en el país más peligroso del mundo para ejercer el periodismo, equiparable a Siria. Sin embargo, la guerra que azota al país no está declarada, no se vive en un estado de sitio equiparable a Sarajevo, sino una violencia constante, pero de algún modo intermitente.
¿Qué piensas de ese otro tipo de guerra, que no colapsa la vida cotidiana como en Sarajevo, pero sí rebosa los índices de violencia?
Que se acaba instalando en el radar muerto de la indiferencia. Que nos acostumbramos a ello como si fuera inevitable, irresoluble.
He viajado a México en varias ocasiones. He recorrido la frontera en zigzag entre Brownsville-Matamoros y San Diego-Tijuana (de ahí surgieron treinta reportajes y el libro El rumor de la frontera).
He visto el sufrimiento de la gente, el valor y el miedo de los periodistas que cubren el narco y la nota roja, he conocido a admirables periodistas, como el querido Sergio González Rodríguez, muerto el año pasado, al parecer de “muerte natural”.
Podría interesarte: Fernanda Melchor: escribir de Veracruz para que duela

Como si la muerte —paradojas pendejas del lenguaje— pudiera ser natural, y más con quien siempre ha estado contando lo que ocurre sin que el miedo le agarrara el codo, la mano, la inteligencia. Sergio ha escrito con lucidez sobre eso que pregunta en casi todos sus libros.
Desde Reporteros Sin Fronteras observamos con compasión y espanto que ese estado de cosas no se ataja y por eso no mejora.
La complicidad y corrupción en demasiadas instancias de poder dejan a la población (no sólo a los periodistas) inermes ante el mal, ante el crimen organizado, ante la gran bandera nacional mexicana de la impunidad. Las promesas del gobierno se han quedado en papel mojado.
Decimos que esto no puede seguir así, pero así sigue.